"Los afanes de una vida"
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PAQUIRRI DESDE EL PIRINEO04/10/1984 |
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A la alta montaña nuestra, con vacas de pasto y sin toros bravos, llega de la orilla gaditana, salinas y peces atlánticos, de la Sevilla del río lorquiano y de la Córdoba lejana y sola, el rumor, el relato y ese llanto de multitudes de la tragedia de Pozoblanco. Ante todo nos pasma el anacronismo de la Fiesta, que Agustín de Foxá glosó genialmente, deporte de sangre y no de gasolina, donde todavía unos mozos matan con la espada como en la Edad de Bronce, combate virginal, primitivo y palpitante, drama de capa y espada en el siglo del cinemascope, espectáculo de un pueblo que juega con el más Allá. Cada uno hace su papel y cumple el rito. El toro “Avispado”, la fiera que retrató Rafael Morales: “Es la noble cabeza negra pena que en dos furias se encuentra rematada, donde suena un rumor de sangre airada y hay un oscuro llanto que no suena”. Dicen los expertos que ya, de salida, “avisó” al torero y no ocultó malas intenciones. Va a dialogar con él y va a ganar la partida, al revés que en el versillo ligero de Alberti: “Vengas o no en busca mía, torillo mala persona, dos cirios y una corona tendrás en la enfermería. ¡Que revuelo, que salero, cógeme, torillo fiero!” Cuando reciba la estocada de compañero de terna, se alejará al desolladero entre el galope de las mulillas, polvo, latigazos y tronar de colleras, con la ancha huella en la arena como una carretera de la muerte. El torero es la estampa del oficio, hijo de novillero y hermano de torero malogrado, de los que vienen del hambre y llegan a las revistas del corazón, codeándose con políticos, intelectuales y banqueros. Está en la plaza como en el verso de Gerardo Diego: “Capote de paseo, seda amarilla, prieta para el toreo la taleguilla. La verónica cruje, suenan caireles, que nadie la dibuje, fuera pinceles”. Con medias de mujer y zapatillas de azafata, se va con la capa al cornúpeta y es su riesgo la verónica mirando al tendido y el meterse en los cuernos que le penetran por el muslo y contra los que bracea, sabiendo ya que está herido “pa aquí” y “pa allá”, como dirá al médico en la mesa de operaciones. Aún tiene arrestos para alzarse del suelo y ya enseguida es el ir en volandas por el barullo del callejón: Y confusión y un ruido de taberna en la enfermería. El público es el tercero en discordia, monstruo de diez mil cabezas que exige al veterano como ya hizo con Manolete. Están a cientos los tipos que describió José María Iribarren, el amargao, el grullo y el pelmazo, junto al aficionado de solera que sabe que en el ruedo se muere de veras y no como en el teatro. Está la gente que increpa a los picadores como si fueran criminales, que grita al Presidente y que lanza objetos inverosímiles o la salvajada de un pimiento relleno con una piedra. |
Acabará la fiesta, saldrá el gentío diciendo cabizbajo “de los toros” y el coso vacío se verá como en el verso de Pemán: “Silencio en el redondel, inmóvil, triste, callado, un abanico olvidado, y un clavel”. Ya todo lo que sigue es proceso sanitario que fracasa, marcha contra reloj por la carretera tortuosa, sin que esta vez sirva la penicilina ni la Virgen albertina de los Caireles, que no puede hacer el milagro, frente a la imprudencia de los hombres. Luego el cortejo, por un evocador recorrido sevillano por la Ronda de los Capuchinos que puede pedir un “morir tenemos”, al Cementerio de San Fernando, donde el sol estallante parece hacer aun más triste la muerte. No lejos de la tumba para Paquirri, el mausoleo de Benlliure a Joselito, el maestro hasta los años veinte, de la España graciosa y alegre de la otra guerra, con albañiles en sol y señoritos de cuello alto y sombrero de paja en la sombra. La multitud se agolpa junto a la navecilla del féretro que flota en hombros conocidos o anónimos, se lanzan flores y se toca la caja como a la peana de un Santo. No hay bandos ni disputas, solo un dolor enorme y extendido. Empieza la leyenda. Paquirri ha entrado en ella, como dice el ABC, por la grieta de la muerte. Está la novela de su vida, sus bodas ante el altar con las novias envueltas en blancas espumas. Y sigue la resaca informativa. El vídeo, al ralentí, como en el asesinato de Kennedy, descompone los tiempos de la cogida con una sincopada reiteración de vieja linterna mágica. Se evocan otros muertos, Espartero, Joselito, Sánchez Mejías, o menos lejanos Manolete y Antonio Bienvenida. Dolor en sus pueblos de infancia, Barbate o ese Zahara de los Atunes, moro y marinero. Crespones y banderas caídas en la albura de Pozoblanco, silencio en la finca “La Cantora”. Nadie creemos que ha recordado la lejana novela de Palacio Valdés, Riverita, en que muere el torero con el apellido mismo de Paquirri. Los fútbolistas del Barcelona, antes de ganar al Betis, visitaron la tumba. Seguirá la fiesta, bárbara, cruel y españolísima. Otros nombres vendrán, continuando la trágica amistad, tres veces milenaria, entre el hombre español y el toro bravo. Y esta supernoticia tapa otras muertes, las de los tres guardias civiles, que sin montera pero con tricornio lidiaban frente a la traición asesina buscando la paz de todos.
JUAN LACASA LACASA
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